Por JUAN JOSÉ LLANES GIL DEL ÁNGEL
Licenciado en Derecho por la Universidad Veracruzana.
Maestro en Amparo y docente de esta disciplina en la UPAV. Coautor de “Para
entender la corrupción mexicana” (México, ILV, 2020). Miembro del Consejo
Directivo de la Organización Nacional Anticorrupción (ONEA) y Académico de
Número de la Academia Mexicana de Derecho del Trabajo y de la Previsión Social.
En junio de 2011 se promulgaron reformas al texto
constitucional para definir que en nuestro país todos gozaríamos de los derechos
humanos reconocidos en la Norma Suprema y en los tratados internacionales de
los que el Estado Mexicano sea parte, así como de las garantías para su
protección.
Esta reforma, de gran calado, en palabras de Fix-Zamudio y
de Valencia Carmona, configuró un nuevo paradigma constitucional. Los tratados
internacionales en materia de derechos humanos dejaron de formar parte de un
“decorado jurídico” y se incorporaron plenamente al derecho positivo; la
reforma quedó completa al promulgarse, en 2013, una nueva Ley de Amparo.
A partir de ese momento, todo -absolutamente todo-, tanto
las normas generales como los actos de autoridad, debe pasar el filtro del
bloque de constitucionalidad-convencionalidad, y el Poder Judicial Federal debe
enfocar su tarea en definir qué se apega no sólo a la norma suprema, sino
también a los tratados internacionales.
Creo que un reto de los juristas en el resto del siglo XXI
será adquirir un cono-cimiento enciclopédico de los Derechos Humanos. Si en
otro momento, instrumentos como el Pacto de San José, el Protocolo de San
Salvador, los Convenios de la Organización Internacional del Trabajo, la
Convención de Viena, o el Protocolo de Estambul, parecían cosas extrañas,
ajenas y distantes de nuestra realidad, ahora están totalmente incorporados a
nuestro entorno jurídico. Si otrora había que estar al pendiente, solamente, de
las tesis y criterios emanados del Poder Judicial Federal, ahora también hay
que conocer a profundidad la jurisprudencia de la Corte Interamericana de
Derechos Humanos.
Pero, en paralelo, surge otro reto para los juristas: no
solamente se trata de conocer los derechos humanos, sino también de
defenderlos, en cada caso en particular, y en lo general.
Me explico: Aunque la Constitución impone a todas las
autoridades la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los
derechos humanos, la realidad cotidiana parece alejada del texto
constitucional. Y, más grave aún: los derechos humanos no solamente se violan,
también se denuestan, se critican y se interpretan de manera errática y, a
veces, a modo.
Un reto para los juristas en las décadas venideras,
considero, será el de convertirse en el vértice de la divulgación de los
derechos humanos. Su defensa se torna aún más complicada, porque frente a
quienes defienden los derechos humanos están, claro, quienes materialmente los
violan; pero están -sobre todo- quienes desde otros escenarios alegan que
existen razones de Estado y de gobernabilidad para hacerlos de lado.
Los juristas deberán emprender la misión de defender los
derechos humanos, porque representan el único medio eficaz para prevenir
tiranías, para las que los derechos humanos, simple-mente, estorban, porque
-aseguran- les impiden gobernar conforme a su diseño del Estado.
En ese contexto, un reto más para los juristas en el siglo
XXI está vincula-do a la defensa de un derecho humano en particular: la
legalidad. No podríamos hacer un recuento de los derechos humanos que en México
se violentan (porque hacer ese inventario actualiza el riesgo de suponer alguno
más importante que otro, a contrapelo del principio de interdependencia); pero cito
ese derecho humano, porque es evidente que nuestro país arrastra desde hace tantas
décadas (que bien podríamos decir: desde siempre), un profundo déficit de
legalidad.
Advierto aquí otro reto importante para los juristas, que
se traduce en la necesidad de autodefinirse.
Me explico de nueva cuenta: Quienes nos formamos como
abogados en el último medio siglo, abrevamos del iuspositivismo. Como
tributarios de esa vertiente de la Filosofía del Derecho, asumimos que “la ley
es la ley”, y debe cumplirse y observarse, más allá de cualquier interpretación
moral o de valores. Los iuspositivistas queremos la Justicia, por supuesto,
pero entendemos que el camino para acceder a ella es a través de la observancia
irrestricta de las normas; en ninguna circunstancia asumiremos que la
personalísima percepción de alguien -quien sea- de lo que es justo o no, puede
colocarse por encima de las normas generales.
Considero que lo anterior cobra particular relevancia frente a una realidad que nos detona y lastima a diario: el índice de impunidad que rebasa el noventa por ciento. Por eso sostengo que, si solamente una de cada diez víctimas u ofendidos por un delito puede aspirar a que se esclarezcan los hechos que padeció, a que se castigue al responsable y a que se le repare el daño, podemos afirmar que el sistema de procuración e impartición de justicia es un sistema fallido.
Corresponderá a los juristas repararlo y encontrar los mecanismos para que funcione y se haga Justicia con absoluto respeto al debido proceso que, ahora, injusta e indebidamente, es presentado como el gran enemigo de la sociedad.
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